“LA CELDA 47”

Por Betty Silva. A nadie le importaba la celda 47. Ni siquiera a los guardias. Decían que ahí dormía un loco, un hombre que no hablaba desde hacía años, que se mordía los nudillos y escribía con uñas en las paredes nombres que no eran suyos.

Cuando lo conocí, sus ojos no me miraron. Miraban algo más allá, como si esperara que el concreto hablara por él.

—¿Tú eres la disque   abogada? —susurró.

¿Disque?  Soy la abogada asentí. (El llevaba un resentimiento merecido con todos los abogados).

—Yo no soy Jairo. Yo soy Jaime.

Y con eso, empezó todo.

Había sido detenido por robo agravado, con arma blanca, con heridas múltiples. Una víctima viva. Testigos. Reconocimiento facial. Lo encerraron sin sentencia, sin abogado público que le prestara más de tres minutos de atención. En el papel: caso cerrado. Sentenciado. En su cuerpo: cicatrices, costillas rotas, una clavícula hundida.

—¿Y quién es Jairo? —pregunté.

—Mi hermano gemelo. Se fue a Estados Unidos. Usó mi cédula para sacar un crédito en una cooperativa de Puyo que lleva el nombre de un santo, después huyó. Yo me quedé cuidando a mi madre. Vino la policía un día a la casa, yo estaba lavando unas botas en la lavandería …. Y ya no salí.

No le creí del todo. Pero había algo en su voz que olía a verdad. Y a tierra húmeda. A encierro. A cruz sin nombre. Me puse alma, manos y mente a la obra.

Revisé el expediente. Era un chiste. Pruebas sin cadena de custodia. El video de seguridad desaparecido. El testimonio de la víctima escrito por un policía y no firmado. Reconocimiento facial de “parecido razonable” en una fotografía de archivo.

Y una solicitud de traslado internacional. A Miami. A nombre de Jairo.

Toqué puertas. Me cerraron algunas. En otras, me advirtieron: “Ese tipo está loco. Tiene doble personalidad.”

Abogada: a usted le gusta pasar el tiempo, me dijo un secretario de archivo que mandé a volar.

Tuve que probarlo. Con ADN. Comparando fotos. Exigiendo un análisis biométrico. Costó sudor y amenazas. Pero un día, un fiscal joven, recién graduado y muy sesudo, de esos que todavía creen en algo, me llamó.

—Abogada. El tipo tenía razón. El hermano está en EE. UU. Ya lo localizaron. Jaime es inocente.

El juez lo liberó sin audiencia. Sin disculpas. Sin prensa.

Salió con la cabeza baja. Se detuvo en la puerta. Me miró, por primera vez.

—¿Puedo irme?

—Sí. —dije—. Pero con cuidado. El mundo allá afuera también encarcela.

No respondió. Caminó. Lento. Como si no recordara cómo se hacía.

Y yo, mientras firmaba su última hoja, pensé en la celda 47. En la injusticia que se pudre entre barrotes. En todos los Jaimitos que no tienen abogado, ni ADN, ni voz.

Afuera, el cielo de Latacunga llovía a balazos de agua. Y nadie lo escuchaba.a

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