MIREYA Y RAQUEL
Ahora es casi normal ver a las chicas con poca ropa ofreciendo sus servicios en la esquina del mercado central, por el lugar de descarga de los camiones y los puestos de carne de pollo y de lácteos. Antes era un escándalo, que las mujeres adultas escupían al suelo y las abuelitas se santiguaban al verlas. Se las ve en grupos, chicas con pantalones cortos y blusas escotadas mostrando sus encantos, unas tienen el aspecto de costeñas, otras inmigrantes de países vecinos y otras salidas de las comunidades rurales. Conversan entre ellas, bromean y ríen, mientras fuman. A veces están con ellas o de cerca dos o tres chicos. Otras mujeres caminan por las veredas del mercado, ofreciendo sus servicios y eludiendo el control policial. Al paso de los varones se contornean, en plan de seducción y les dicen:
– ¿Te gusta guapo?, vamos, ven conmigo, hago todo lo que quieras.
En caso de convenir con el cliente, van a uno de los hostales que están alrededor, donde le atienden y regresan en busca de otro, para reunir algún dinerito que cubra sus gastos: Casi todas tienen hijos menores, arriendan su cuarto, compran la comida, lo demás es para el hombre que la cuida. Y para las bielas y los tragos que son frecuentes y algunas consumen yerba y polvo que les resulta costoso. De manera que, al fin de la jornada, terminan más necesitadas que el día anterior, hoy que todo está caro, después de la pandemia del COVID y la crisis general.
Una de estas chicas, una morena que le puso el ojo a Rafael, al pasar le dijo:
– ¿Por qué no quiere ocuparme? ¿No le gustan las mujeres?
– No es eso, te ves muy bien, pero no acostumbro acostarme con mujeres de la vida.
– Porque no sabes que nosotras hacemos realidad las fantasías de los hombres, que las esposas no saben.
– Aun así, no me interesa, le contestó alejándose del lugar. No se trata de técnicas sexuales sino de sentimientos, se dijo recordando a Raquel que dejó en Ecuador hace diez años y aun suspira por ella.
Cruzó la calle 24 de mayo y se sentó detrás de la parada de los buses de la Reina a comer un plato de choclo y habas, era casi medio día y se dejó vencer por el hambre. Había llegado el día anterior a buscar a su hija, con la que había perdido contacto al poco tiempo que viajó a Italia. Ahora que regresó después de diez años, ha venido a buscarla en Puyo, por referencias que le han dado sus parientes.
Terminó de comer y al dirigirse a botar el plato desechable en el tacho, mira al frente y ve una rubia cabello ondulado 1,65 de estatura, con un short ajustado que dejaba ver sus despampanantes formas, esa silueta le trajo a la memoria a su Raquel.
– A esta sí, que no la despreciaría, pensó.
Detrás de ella iba el cliente. Un tipo alto corpulento con cabello corto y unos churos arriba. Entran, a la planta baja, parece una pastelería, la chica recibe una funda plástica azul y le paga al vendedor.
– Deben ser materiales de aseo, – intuye. Y la pareja sale.
Con sorpresa espantosa ve el rostro de su hija Mireya, con sus grandes ojos, los rizos dorados cayéndole en la frente, sus mejillas rosadas, seguía siendo su encantadora princesa, como cuando la dejó con su madre hace diez años. Se le agitaba el corazón y sentía ganas de gritar. Jamás hubiera pensado encontrar a su propia hija convertida en una… Hizo un esfuerzo para controlarse y siguió con la mirada a la pareja, que no entró a ningún hostal cercano. Sentía ganas de morirse, de dejarlo todo y regresar a su tierra natal Calceta o mejora a Italia. Pero más pudo su amor de padre y sus ganas de saludarla, de abrazarla, de decirle que había venido por ella, no importa en lo que se haya convertido, que haría todo lo posible para rescatarla de esa mala vida, de ese infierno, al que nunca debió llegar. Y maldijo a su madre.
La pareja ya viraba la esquina. La siguió a prudente distancia unas cuatro cuadras y vio que entraban a una vivienda con cerramiento de concreto y puerta metálica.
– Aquí la esperaré hasta que salga para hablar con ella. Le diré cuanto siento haberlas dejado solas y quedarme tanto tiempo en Europa, le pediré perdón… Por primera vez sintió el sabor amargo de la culpa.
– Pero no me iré hasta que salga, se dijo.
Pasó treinta minutos, luego una hora, cuando de repente se abrió la puerta y salió la chica con un hermoso niño tomado de la mano. Entraron a la tienda del frente y escuchó que compraban dos libras de pollo y una coca cola.
– Vamos pronto Mijo, que tu papá tiene que salir al trabajo, dijo Mireya al niño. Entraron y se volvió a cerrar la puerta.
Rafael se quedó atónito, como si estuviera saliendo de shock o despertando de una pesadilla. Todavía un poco confundido, pero más calmado, golpeó la puerta y salió su nieto a recibirle, luego su hija y su yerno. Se abrazaron, lloraron lágrimas de alegría. Al rato apareció también Raquel, la madre de Mireya, con un mechón de canas, que a él le pareció que se lo hubiera mandado a pintar para ponerse unos años encima, porque su rosto lucía tan lozano, como hace diez años que se despidieron con un abrazo interminable en el aeropuerto. Hernán Heras Luna 22/08/2023